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La Evaluación en el Nivel Inicial - Daniel Brailovsky PDF Imprimir E-mail
Sábado, 21 de Noviembre de 2009 13:41


La evaluación en el Nivel Inicial

Núcleos problemáticos y disparadores para

la reflexión y la práctica*

 

Daniel Brailovsky

 

 Un modelo para definir y pensar la evaluación y sus prácticas en el contexto del Nivel Inicial

 

Es cierto que cada situación definible como de evaluación es singular y amerita una consideración particular y que a la vez en toda acción educativa hay un componente subjetivo de valoración que podría calificarse de evaluativo. Esto no impide sin embargo reconocer algunos aspectos que en general están presentes en dichas situaciones cuando se las considera en forma particular. Por tratarse de prácticas que – como muchas otras en el terreno educativo – reúnen a los sujetos con los sistemas de reglas y con las expectativas sociales e institucionales y ponen entonces de relieve las diferencias y potenciales conflictos entre ellos, ameritan un análisis cuidadoso y respetuoso de lo que la prolífica producción en la materia ha construido hasta hoy.


 


Puesto que la exposición de dicho relevamiento excede los alcances de este escrito, partiremos definiendo en forma genérica a la evaluación, recopilando para ello algunas ideas generales que presenta la literatura sobre el tema (Genishi, 1992; Nevo,1997; Ravela, 2003; Santos Guerra, 2000; Brailovsky, 2004; entre muchos otros). Podrían así sintetizarse ocho elementos que definen una práctica de evaluación:

 

 

  1. Un aspecto muy bien definido de la realidad que es elegido y caracterizado como objeto de la evaluación.
  2. Un cuerpo de evidencias a partir del cuál se obtiene información evaluable sobre ese objeto, obtenidas por medio de…
  3. …algún tipo de práctica indagatoria o problematizadora de la realidad, como la observación, la situación experimental o el análisis de documentos.
  4. Una comparación entre esas evidencias y un marco de referencia, o bien un análisis comprensivo de las mismas.
  5. Un marco de referencia, denominado “referente”, que establece previamente los criterios contra los cuales se comparan las evidencias, o bien un marco teórico que sustente el análisis comprensivo.
  6. Una valoración y unas conclusiones elaboradas por un evaluador idóneo a partir de todo lo anterior.
  7. Unas decisiones que se toman acerca del objeto evaluado, que pueden ser de “alto impacto” (p.e. ser expulsado, repetir el grado) o de “bajo impacto” (p.e. reformular estrategias y tiempos en la enseñanza)
  8. Un modo de comunicar esta valoración y conclusiones a los distintos actores implicados, especialmente alumnos y familias.

 

Nótese que los puntos 4 y 5 ofrecen dos conjuntos de sentidos, que conducen a concepciones levemente disímiles de la evaluación, según ésta proceda comparando a partir de evidencias o analizando comprensivamente a partir de prácticas problematizadoras de la realidad. No es el objetivo de este trabajo ahondar en esta distinción, pero vale al menos su formulación, que luego se detallará, para llamar la atención sobre esas diferencias, en tanto instancias que abren posibilidades.

 

Revisemos entonces brevemente estos elementos para entender cómo y sobre la base de qué prácticas tiene lugar la evaluación en el Nivel Inicial.

 

 

Un aspecto muy bien definido de la realidad que es elegido y caracterizado como objeto de la evaluación.

 

Al utilizar la expresión “evaluar al alumno” incurrimos en realidad en un eufemismo: no es posible definir como objeto de la evaluación a la integridad de una persona, sino que es preciso enfocar en un saber, capacidad, conducta o actitud de esa persona. Si la evaluación no desagregara su objeto en unidades más pequeñas - esto es, si no se preocupara por evaluar “algo” de la persona en vez de evaluar a “la persona” - estaríamos asumiendo tácitamente que una única mirada sobre un niño puede caracterizarlo en forma exhaustiva y minuciosa como “buen alumno”, “exitoso”, “fracasado”, etc.

 Por el contrario, desde las primeras expresiones curriculares en nuestro nivel de enseñanza existieron distinciones – a veces más “disciplinares”, a veces más “child centered”, etc. – destinadas a reconocer, por ejemplo, aspectos sociales, emocionales, intelectuales y físicos; o bien saberes del orden social, natural, lingüístico o matemático, etc. El niño posee una mirada sincrética que amerita ser tenida en cuenta para la enseñanza, es cierto, pero a los efectos de la evaluación debe ser minuciosamente parcelado, pues de lo contrario se corre el riesgo de convertir la evaluación en un mecanismo de rotulación de individuos antes que en un modo de ponderar avances en los aprendizajes de los alumnos y criterios de trabajo de los docentes. Como inciso relevante a tener en cuenta, entonces: es importante saber qué se está evaluando del alumno y conocer las limitaciones y riesgos de evaluar “al alumno” en su totalidad.

 Una nota adicional al respecto. Cuando evaluamos “la semana”, “la Unidad Didáctica” o el “cronograma”, podemos estar implícitamente asumiendo como unidad de evaluación al alumno en su totalidad si no especificamos el objeto evaluado. Sí podemos evaluar, por ejemplo, el desempeño de los alumnos en el área de escritura durante el desarrollo de la Unidad DidácticaLa Biblioteca”.

 Un cuerpo de evidencias a partir del cuál se obtiene información evaluable sobre se objeto, obtenidas por medio de…

 La evaluación como procedimiento es necesaria en tanto aceptamos la existencia de “una realidad que no es visible desde la mirada cotidiana que se sustenta en rituales y hábitos de la práctica, y a la que es posible (y deseable) acceder mediante estrategias más agudas de observación y análisis” (Brailovsky, 2004). Es decir que lo que sucede en el aula no es totalmente “transparente”: hace falta mirar la realidad cotidiana con algún tipo de lente conceptual para identificar y analizar determinados fenómenos, para crear y combinar categorías para comprenderlos, para construir hipótesis descriptivas o explicativas, para reconocer, en fin, que el aula aloja complejidades que no se ven a simple vista. Para saber que no somos omnipresentes ni omniscientes.

Por lo anterior, la evaluación debe basarse en algún dato de la realidad que no sea discrecional, sino razonablemente objetivo: tal es la naturaleza de la evidencia, del dato.

 Esto no significa que no vaya a asumirse una cosmovisión, una ideología, un marco teórico, o un sistema de creencias determinado para analizar esos datos. Pero es recién en esa segunda instancia, en el análisis del dato,  donde aparece el sesgo del evaluador. La realidad debe poder ser objetiva: el niño escribe o no escribe su nombre, salta o no salta en profundidad, reconoce o no reconoce numerales. Y es para resguardar esa dosis de respeto por la empiria que la evaluación se basa en evidencias.

 …algún tipo de práctica indagatoria o experiencia problematizadora de la realidad, como la observación, la situación experimental o el análisis de documentos.

 Aquí aparece una distinción acerca de la que habíamos anticipado sutiles bifurcacones al interior de las definiciones de evaluación. Si la evaluación es concebida desde una mirada instrumental, y se define como obtención de información (acerca del alumno) para compararla con lo esperado, definición que coincide con casi todas las que se ofrecen en los libros y manuales sobre evaluación, las preguntas que pueden surgir de allí son del tipo de:

 ¿Cómo ha de obtenerse esa información?

  • ¿qué información ha de buscarse, con qué justificación?
  • ¿cuál es la unidad de análisis?
  • ¿con qué criterio se ha de realizar la comparación?
  • ¿cómo se define lo esperado?
  • ¿en función de una media (evaluación normativa), en función de un criterio establecido (criterial) o en función del progreso entre dos momentos? (Ravela, 2003; Nevo, 1997)

 Desde una perspectiva más sensible a lo político, en cambio, donde evaluar es instalar en la experiencia escolar dispositivos destinados a problematizarla, y donde no se trata tanto de comparar evidencias con un referente como de analizar desde un marco teórico coherente, las preguntas posibles son otras: instalar es diferente de “aplicar”, implica una incorporación funcional que aleja la evaluación de su concepción como medición (Santos Guerra, 2000).

 También tiene sus implicancias hablar de la experiencia escolar (y no del alumno) como objeto de la evaluación, concebida ésta como un espacio de inherente conflictividad, de disciplinamiento, de dominio y control que es preciso atravesar de dispositivos destinados a problematizarla, pues no se trata de optimizar el funcionamiento de un mecanismo montado racionalmente sino de desnaturalizar estructuras que trascienden a los propios sujetos (Brailovsky, Ob.Cit.)

En el trabajo anterior que referimos como antecedente de estas distinciones se había formulado esta oposición como una contradicción entre dos concepciones que debía dirimirse a favor de la segunda. O al menos tácitamente al menos esto era lo que se sugería. Hoy, algunos años después, es oportuno aprovechar el contexto de producción de este documento para reformular esa premisa y jerarquizar ambas como instancias necesarias que agregan valor a las prácticas de evaluación: es tan importante la base empírica como la sensibilidad política, es tan riesgoso caer en el juicio rápido sin soporte en los datos como en el tecnicismo.

Una comparación entre esas evidencias y un marco de referencia, o bien un análisis comprensivo de las mismas y un marco de referencia, denominado “referente”, que establece previamente los criterios contra los cuales se comparan las evidencias.

 La idea muy consensuada de que evaluar es comparar se basa en la existencia de criterios, en general previos a la evaluación, contra los que se contrasta la evidencia a valorar. Es en ese sentido, y no en el de la comparación entre individuos, por ejemplo, que se formula esta definición de lo evaluativo como práctica que “compara”. Sin embargo, el referente puede ser construido de diferentes maneras, y dependiendo de cómo sea concebido, la evaluación asume distintas formas.

 Los modos de concebir el referente (y los modos de evaluar que de allí se desprenden) son al menos tres:

 

  • En un primer caso, el referente para evaluar al individuo es el grupo total. Cuando sucede esto, se evalúa para comparar el “rendimiento” o el “desempeño” de un alumno con el desempeño promedio de los demás. Dicho desempeño puede expresarse en respuestas a un examen tanto como en capacidad de espera de turnos, sociabilidad, presencia de hábitos, etc. es decir que se trata de una categoría absolutamente aplicable a lo que habitualmente entendemos por evaluación en el Nivel Inicial. Este modo de evaluar sirve para saber quién sobresale y quién está atrasado, más allá de cuanto sepan, cuanto hagan o cuanto muestren.

 

  • El segundo tipo de evaluación construye un referente antes de evaluar y somete cada caso al mismo, como una regla que se debe cumplir. En otras palabras, se decide cuáles son los distintos tipos de desempeño posibles (los niños harán un garabato, o bien harán un garabato y lo nombrarán, o bien harán un “renacuajo”, o bien dibujarán un figura humana completa elemental, o bien lo harán con muchos detalles...) y se construirá con esas posibilidades algún tipo de escala con “casilleros” entre los que se repartirá la evidencia, para realizar la comparación entre lo que han mostrado los alumnos y los criterios previos. Este modo de evaluar sirve para saber cuánto saben, pueden hacer o cuánto se aproximan los alumnos a los desempeños esperados.

 El tercer tipo de evaluación según el modo de concebir la comparación con un referente es la llamada “evaluación de progreso”. Supone tomar como referencia un desempeño previo del mismo alumno para ponderar los avances. Demanda, claro, tomar evidencias dos veces: la distancia entre el “antes” y el “ahora” es lo que se evalúa. Este modo de evaluar sirve para saber cuánto se ha progresado, y valora el cambio, el proceso, por sobre el resultado neto.

 Para ejemplificar estas tres categorías, considérese el siguiente ejemplo: un grupo de personas sube una rampa, y a igual tiempo, los distintos sujetos avanzan diferentes alturas:

 El desempeño en esta actividad genérica representa desempeños posibles en cualquier actividad de resultados visibles y medibles, y procesos que involucran distintas variables. Lo primero que se observa es que hay sujetos que quedaron cerca de la salida, otros que se ubican en distintas posiciones a lo largo de la rampa y también quienes alcanzaron el nivel máximo. Analicemos esta escena desde las tres perspectivas:

 En el primer caso, como el referente para evaluar al individuo es el grupo total, se considera exitoso al que logró un mejor desempeño que los demás. Si hubiera que calificar numéricamente a los 21 sujetos, entonces, la calificación máxima sería para el Nro. 21 y la mínima para el nro. 1.

 Pero ¿Qué hubiera sucedido si el mejor desempeño en términos de la altura alcanzada fuera el del sujeto Nro. 11, por ejemplo? En ese caso, la calificación máxima sería para él. Cabe preguntarse entonces por qué si el sujeto Nro. 11 tuvo el mismo desempeño objetivo en ambos casos, su posición respecto de los demás le arroja una valoración intermedia en el primer caso y una nota máxima en el segundo. La respuesta es sencilla: este tipo de evaluación no sirve para ponderar logros objetivos sino para comparar sujetos entre sí.

 Los profesores lo hacen permanentemente cuando leen todos los exámenes y luego califican con diez al mejor y con un aplazo al peor. En el Nivel Inicial este tipo de evaluación tiene lugar cuando, por ejemplo, definimos como “poco participativo” a un niño que está inmerso en un grupo donde otros niños participan mucho, mientras que en otro contexto, donde su “grado de participación” fuera relativamente mayor que el de otros, recibiría una valoración contraria.

 Para el segundo tipo de evaluación el análisis es diferente. Previamente a la salida de los sujetos por la rampa, definimos cuánto es lo mínimo aceptable. Digamos por ejemplo que exigiremos a todos que al menos alcancen la mitad de la rampa. En ese caso la expectativa la cumplen los sujetos Nro. 11 al Nro. 21. Si la expectativa fuera que todos llegaran hasta el nivel máximo, en cambio, sólo el Nro. 21 lo habría logrado. El resultado, al medirse con un criterio previo, es absolutamente independiente del rendimiento de los demás.

 El tercer tipo de evaluación, la “evaluación de progreso”, analizaría esta escena teniendo en cuenta el punto de partida. Si el sujeto 21 partió del puesto que en la imagen ocupa el sujeto 19, por ejemplo, su avance ha sido escaso respecto del sujeto 8, que comenzó en la SALIDA. Lo que se mide es el progreso, el cambio, independientemente de la posición final.

 Todas estas distinciones guardan además relación con una serie de exigencias que se sostienen respecto de la evaluación. Al ser un mecanismo de clasificación – con los “peligros” que eso supone – se supone que una evaluación debe ser pensada teniendo en cuenta rasgos éticos y modos de incrustarse en los vínculos institucionales. De este modo, y siguiendo a Alvarez Mendez (2008) la evaluación está llamada:

 > a ser democrática,

> a ponerse al servicio de sus protagonistas,

> a existir en un marco de negociación,

> a ser un ejercicio transparente,

> a formar parte de un continuum, a no atomizarse,

> a ser procesal e integrada,

> a conservar siempre su esencia formativa, motivadora, orientadora

> a preocuparse de aplicar técnicas de triangulación, es decir a no basarse en una única mirada,

> a asumir y exigir la responsabilidad de cada parte en la misma,

> a orientarse a la comprensión y al aprendizaje, y no al examen,

> a centrarse en la forma en que el alumno aprende, sin descuidar la calidad de lo que aprende.

 Estas exigencias se basan en prevenciones razonables. Las urgencias, afirma Alvarez Mendez,

 “llevan con demasiada frecuencia a preguntar cómo evaluar antes de averiguar o reflexionar sobre el por qué y el para que de la evaluación (…) [pero] no todo lo que se enseña debe convertirse inmediatamente en objeto de evaluación, ni todo lo que se aprende es evaluable, ni lo es en el mismo sentido ni tiene el mismo valor. Afortunadamente los alumnos aprenden mucho más que lo que el profesor suele evaluar. No esta tan claro en cambio que lo que el profesor evalúa sea lo más valioso aunque en las prácticas habituales lo mas valioso sea identificado con lo que mas puntúa” (Ob.Cit.:33).

 Una valoración y unas conclusiones elaboradas por un evaluador idóneo a partir de todo lo anterior, unas decisiones que se toman acerca del objeto evaluado, que pueden ser de “alto impacto” o de “bajo impacto” y un modo de comunicar esta valoración y conclusiones a los distintos actores implicados, especialmente alumnos y familias.

 

 La evaluación, dice Perrenoud, necesariamente “estimula las pasiones”, dado que estigmatiza la ignorancia de algunos para exaltar la excelencia de otros. En este contexto, todo educador que se precie de progresista reconoce que la evaluación debe ser formativa, estar al servicio del aprendizaje, etc., pero adhieren a estas premisas sólo a condición de que se den por añadidura: “sin comprometer ninguna de las funciones tradicionales de la evaluación, sin tocar la estructura escolar o los hábitos de los padres y sin exigir otras calificaciones de los docentes” (Perrenoud, 2008). Se acepta lo novedoso, siempre y cuando se mantenga alejado del núcleo tradicional que nos rige y al que guardamos un silencioso respeto.

 Por lo anterior, al elaborar conclusiones y valorar a nuestros alumnos a partir de las evidencias obtenidas, debemos considerar que toda evaluación tiene consecuencias. Paradójicamente, una de las críticas más consistentes a las prácticas de evaluación en el Nivel Inicial guarda relación con su carácter superfluo. Desde esta postura, la evaluación redundaría en una descripción más o menos vacía de propósitos que deviene, en el mejor de los casos, funcional a la cristalización de rutinas irreflexivas enquistadas en las prácticas. En otras palabras: pocas veces en los jardines de infantes se concibe la evaluación como una herramienta de gestión áulica utilitaria del diseño de prácticas de enseñanza, asentada sobre supuestos mínimamente esclarecidos, y las más de las veces se utiliza en cambio en forma burocratizada o como vehículo del monitoreo de los docentes por parte de la conducción (en el caso de los informes internos), o como estrategia de marketing (en el caso de los informes que se entregan a las familias), etc. (Brailovsky, 2004)

 Esta mirada, sin embargo, puede pecar de ingenua si no considera que los fenómenos de clasificación a los que está sujeta la evaluación actúan de todos modos, aún cuando no sea evidente ni explícito y aún cuando se elaboren críticas en sentido opuesto. En el siguiente apartado nos centraremos en esta cuestión.

 

La evasión del aprendizaje y la escuela racista

 La literatura académica sobre evaluación educativa ha ido cambiando su interés desde la definición minuciosa de los procesos técnicos y prácticos de la evaluación (cuyo lugar central en la experiencia escolar ameritaba hacerla maniobrable, controlada, eficaz) hacia un análisis crítico y más bien político de sus prácticas y efectos. En otras palabras, hoy a los educadores (y no sólo a los pedagogos, sino también a los técnicos y los gestores) nos interesa tanto - o quizás aún más - cuidarnos de los efectos clasificatorios y estigmatizantes de las prácticas de evaluación, como el hecho de procurar los medios para llevarla a cabo en forma idónea. Esta contundente toma de conciencia ha tenido varias formas de expresarse que vale la pena revisar, pues aún cuando en el Nivel Inicial las discusiones adquieran otro tono y parezcan centrarse en otros problemas, están igualmente atravesadas por estas cuestiones, como enseguida veremos. Más aún: en el caso de la educación infantil la apariencia de inmunidad contra muchos de estos problemas ha conducido a afianzarla en el lugar del contraejemplo, sin que estos problemas lleguen en algunos casos siquiera a ser planteados profundamente.

 Para algunos la cuestión reside en reconocer la evaluación como un campo complejo en el que deben discriminarse los elementos formativos y vinculados a los aprendizajes de los alumnos de los que son puramente clasificatorios. En palabras de Álvarez Méndez, quien identifica esta diferencia a partir de la distinción entre evaluación y examen, “de la evaluación siempre aprendemos, evaluamos porque queremos conocer, sin embargo con el examen normalmente confirmamos saberes e ignorancias, pero profesores y alumnos aprendemos poco” (2008, el destacado es nuestro). Y continúa:

 “Evaluar con intención formativa no es igual a medir ni a calificar, ni tan siquiera a corregir, evaluar tampoco es clasificar ni examinar ni aplicar tests. Paradójicamente la evaluación tiene que ver con actividades de calificar, medir, etc. (…) pero no se confunde con ellas. Comparten un campo semántico pero se diferencian por los recursos que utilizan y [por] los usos y fines a los que sirven. Son actividades que desempeñan un papel funcional e instrumental; de estas actividades artificiales no se aprende. Respecto a ellas, la evaluación las trasciende: justo donde ellas no alcanzan empieza la evaluación educativa, que para que se dé es necesaria la presencia de sujetos” (Ob. Cit.: 11, el destacado nos pertenece)

 El estudio de estas facetas empíricas de la evaluación invita así a analizar no sólo aspectos conceptuales sino muy especialmente cuestiones de uso de la misma, a esclarecer supuestos e ideas sobre las prácticas de corrección, a analizar cómo circula la información generada por las evaluaciones, y muy especialmente a reconocer los estereotipos y las “etiquetas” que se fabrican a partir de estas prácticas (cf. Apel, 1995). Por eso hemos incluido la comunicación y el uso de la información que la evaluación produce como parte integral de la misma.

 Esta suerte de sociología de la evaluación, como la llamara Perrenoud (1990) se pregunta no ya por las razones que conducen a la existencia de buenos y malos estudiantes, sino por los mecanismos que transforman las desigualdades de origen en desigualdades escolares, enfocando así a la evaluación desde las tradiciones de estudio de lo escolar desarrolladas por críticos de mitad del siglo XX como Bourdieu, McLaren, Giroux, Bowles y Gintis, entre otros. En el caso del trabajo de Perrenoud, analiza el modo en que la evaluación escolar traduce diferencias de origen de carácter social en “jerarquías explícitas que muestran u ocultan, amplían o reducen las desigualdades reales” (Ob.Cit.:258).

 Dejaremos caer aquí dos preguntas inquietantes en relación a estos asuntos. La primera pregunta inquietante es entonces: ¿Cómo llega a suceder esto? Concretamente, esto sucede por medio de la apropiación práctica por parte del alumno de cierta “superficie empírica” del éxito escolar: pasar exámenes y aprobar llega a ser para el estudiante mucho más importante que aprender y progresar, y la mayor parte de sus aprendizajes genuinos tienen que ver más que nada con la especulación y las estrategias destinadas a mostrarse idóneo ante el docente que lo examinará. Esto es algo que no escapa a nadie que haya transitado la escuela primaria. Perrenoud llega a comparar esta situación con la del evasor impositivo, que conociendo los criterios del fisco para tasar los bienes gravados, dedica más energía a mostrarlos menos gravables que a reunir el monto del impuesto a pagar. Claro que esta labor sobre la apariencia, este “oficio buen de alumno” que el estudiante ejerce, no alcanza para aparentar saberes específicos que no se poseen, pero sí es suficiente para mover significativamente de lugar la línea que divide a exitosos de fracasados.

 Notoriamente, tanto estas estrategias de apariencia como los mecanismos de legitimación de las diferencias de origen como diferencias de mérito escolar, afectan en forma significativamente mayor (y negativa) a los alumnos pobres en detrimento de los de clases medias y altas, y a los alumnos que pertenecen a las minorías étnicas, de género y de culturas no hegemónicas en el sistema escolar. En otras palabras, más simples y tajantes, estos mecanismos producen como efecto que, a iguales saberes y capacidades, en la escuela les vaya mejor a ricos, varones, blancos, urbanos y nativos que a pobres, mujeres, negros, mestizos e inmigrantes.

 La segunda pregunta inquietante es la siguiente: estas reflexiones nos orientan a pensar en la escolaridad de niños mayores. Pero todo esto… ¿sucede también en el jardín?

 Absolutamente, si. Los mecanismos son diferentes y existen muchas variantes con respecto a los procesos de evaluación de la escuela primaria, por supuesto, pero a grandes rasgos, la afirmación tajante del párrafo anterior es aplicable al Nivel Inicial. Es por eso que vale la pena revisar la teoría y las estrategias que definen a nuestras prácticas evaluativas desde una perspectiva técnicamente seria, pero sensible a la vez a la dimensión social y subjetiva.

  

Herramientas para evaluar en el jardín

 

Hasta aquí se han desarrollado algunas ideas, definiciones y tensiones propias de las prácticas de evaluación en el Nivel Inicial. En este apartado nos ocuparemos de pensar algunas formas concretas de evaluar en las salas de jardín. Se trata de ideas sencillas, prácticas y apenas esbozadas, pues no pretenden ser directivas para la acción directa sino formatos inspiradores de prácticas diversas. Se presentarán cinco breves formatos: la agenda de la sala, la observación dialogada, la observación con registro listado de acciones, el registro en video y el “invitado”.

 1. La agenda de la sala

 La idea de tener una “agenda” de la sala se refiere a la decisión de dar prioridad a una serie de “asuntos” que interesa tener como prioritarios. Es una herramienta de evaluación porque pone de relieve objetos a ser valorados y repensados. La agenda focaliza ciertas situaciones existentes en el contexto del trabajo con un grupo de niños y las convierte en “asuntos”: se trata de la formulación explícita de prioridades para construir un imaginario de la intervención pedagógica.

 La racionalidad usual de la enseñanza se basa en la progresión: “programar-ejecutar-evaluar”. Pero quienes pasamos largas horas al frente de grupos escolares en el Nivel Inicial sabemos que siempre queda un margen amplio de incertidumbre acerca de los procesos: la seductora apariencia técnica de esa secuencia lineal no logra utilidad más que en el orden interno de la carpeta didáctica. En ese sentido, la agenda ofrece un criterio de selección amplio y para nada puntual.

 Se sugiere que los puntos de la agenda sean entre uno y cuatro, cantidad que la práctica muestra adecuada en un equilibrio entre lo que puede “tenerse en la cabeza” y lo que es posible considerar prioritario. Se referirán a aquellos aspectos que emergen como problemas de aprendizaje del grupo surgidos de los niños. Algunos ejemplos:

 Sala de deambuladores: propiciar un afianzamiento de la marcha en Matías, que esta semana ha comenzado a dar algunos pasos solo.

  • Sala de dos años: favorecer el control de esfínteres en el caso de los dos niños que esta semana han comenzado a interesarse en dicho proceso.
  • Sala de tres años: afianzar el dominio de la secuencia numérica utilizándola en situaciones cotidianas, ya que ha comenzado a aparecer en diálogos grupales.
  • Favorecer la equidad en términos de participación en actividades grupales, ya que hemos observado que Joaquín, Gabriela y Lucas acopian todo el espacio de participación invisibilizando a otros niños.
  • Ir instalando en el grupo preguntas o ideas que conduzcan al tema-recorte de la Unidad Didáctica que comenzaremos dentro de pocos días.
  • Favorecer la integración de los niños nuevos, que ingresaron tardíamente al jardín.
  • Indagar mediante observaciones con registro listado de acciones acerca de lo que los niños hacen cuando trabajan con libros.
  • etc.

 Como puede verse en los ejemplos, se trata de asuntos de interés grupal, o bien centrados en integrantes específicos, y están muy contextuados en la problemática local de cada grupo. No son “actividades” para hacer un día prefijado a una hora específica, sino aspectos que surgen de las inquietudes de los maestros, lineamientos institucionales, en fin: los asuntos siguen ocupando un lugar en la agenda mientras sigan siendo importantes, y por ello esta cuestión debe discutirse con cierta frecuencia entre los interesados: maestros y coordinador/supervisor.

 Como la hemos definido al concebirla hace algunos años (Brailovsky, 2004) el uso de la agenda se apoya en el supuesto de que los aprendizajes de los niños no se producen única ni centralmente en el contexto de intervenciones puntuales,

encuadradas y restringidas a un escenario hipercontrolado que se “desmonta” finalizada la misma, sino que tienen lugar en el contexto de una experiencia más global en las que los objetos y acciones adquieren sentidos que no se limitan a los momentos de “transmisión” intencionada. La agenda es una suerte de “guía de reacción”, proporciona una representación de la finalidad de las prácticas útil al propósito de capitalizar las situaciones espontáneas y también para dar mayor coherencia a la experiencia de los niños en el jardín.

 A esto puede agregarse que la incertidumbre que es propia de los procesos de aprendizaje encuentra en esta herramienta un anclaje operativo importante. Digámoslo de otro modo:

 aseguramos que hemos aprendido algo cuando “sabemos que ya lo sabemos”, es decir que el aprendizaje puede evaluarse;

  • sabemos que deseamos enseñar algo, o sea que el aprendizaje también puede desearse y preverse.
  • Pero una vez que se ha producido, nunca es idéntico a lo que se había previsto y la mayor parte de la veces ni siquiera se parece demasiado.
  • Y jamás podríamos responder a la pregunta: ¿cómo, cuándo bajo la influencia de qué experiencias precisas, a qué hora de qué día… aprendí esto?

 La agenda de la sala tiene esto en cuenta y simplemente sirve para poner de relieve asuntos que en algún momento de la semana será oportuno traer a colación al ruedo de la experiencia cotidiana de los chicos en la sala. Trabaja tomando en consideración la incertidumbre.

 Materialmente, se puede concretar en una lista, redactada en forma sencilla – lo más importante es que nos sirva de “ayuda memoria” a quienes la confeccionamos y que exprese nuestras genuinas preocupaciones y asuntos de interés – y dispuesta en un lugar cómodo y visible de la sala.

 2. La observación dialogada

 La técnica de la observación, tomada del mundo de la metodología de la investigación, sirve a los maestros para entrenar la mirada y extraer de la realidad - que siempre se presenta en su natural forma caótica y desordenada - elementos recurrentes que nos permiten poner en ella un orden. La observación “en diálogo” y el registro (a posteriori o en el momento) de comentarios surgidos a partir de la observación de situaciones específicas, en particular conflictos, es una forma particular de observación que ha mostrado especial utilidad para registrar el desarrollo de juegos grupales.

 Dos docentes, ya sea que conformen una pareja pedagógica estable o se trate de maestro y directivo, o maestro y profesor especial, e incluso maestro y padres de niños, pueden obtener un interesante análisis en el ruedo de una observación si a la vez que, desde un lugar discreto, observan el juego del grupo o de un niño, intercambian en voz baja comentarios y sugerencias para entender lo que sucede. Como se ha dicho, esta técnica resulta útil para comprender fenómenos grupales, relacionados con la interacción.

 Las dos miradas se traducen en dos voces que siguen a un mismo niño, o a una misma pareja de niños, y que pueden ir compartiendo impresiones sobre la situación y eventualmente bifurcarse, manteniéndose al tanto de lo que sucede en otro circuito del juego. Pueden proponerse comparar dos circuitos para reconocer modalidades predominantes de juego en los niños, o ver cómo las iniciativas de unos son tomadas por otros. Si la observación es participante, el intercambio puede ser posterior o puede hacerse una interrupción en la participación de los maestros en mitad del juego, para luego reingresar con nuevas ideas.

 La observación dialogada es un modo de observación y análisis del juego del grupo que involucra a distintos tomadores de decisiones que deben coordinarse entre sí, y es a la vez un espacio de negociación de significados acerca del grupo de niños, de las prioridades, de las avenidas de análisis que constituyen la lente a través de la cual la actividad del grupo es observada e interpretada y del lenguaje que será considerado legítimo para nombrar los procesos del aula. En otras palabras: si miramos juntos a los niños jugar y dialogamos sincrónicamente sobre dicha escena, permitimos que afloren en forma inmediata y espontánea palabras llenas de realidad, llenas de compromiso con lo que está sucediendo. Es entonces un eficaz preventivo de los tecnicismos vacíos de sentido y las burocracias del quehacer docente.

 3. Observación con registro listado de acciones

 El registro de acciones específicas se centra en la propia acción y no el niño o el grupo. Es decir, se trata de tomar registro no ya de “lo que está haciendo el niño”, sino del conjunto de acciones que tienen lugar en una situación de actividad grupal, independientemente de quién la realice. Es útil especialmente a las observaciones sucesivas de escenarios parecidos pero en los que se introducen cambios.

 No debe ser entendida como una situación experimental: simplemente, propicia un análisis de las prácticas reales donde se registran acciones generales que deben listarse (puede indicarse entre paréntesis luego de la acción el nombre del niño o los niños que la llevaron a cabo, o no) siguiendo eventualmente un orden o haciendo referencia al tiempo o el espacio.

 Veamos un ejemplo de aplicación de esta herramienta:

 

Situaciones que van variando

Acciones observadas

 

 

Juego con bloques. Se ha propuesto a los niños que jueguen, sin otra consigna que el uso de ese material.

  • Apila bloques iguales entre si.
  • Arma un camino de bloques y usa un bloque más pequeño como auto que recorre el camino.
  • Arma torres y las derriba.
  • Pelea con un compañero por un bloque, que es distinto de los demás y siempre es disputado por los niños.
  • (…)

 

 

Juego con bloques. Se ha propuesto a los niños que jueguen luego de mostrar algunas posibilidades poco usuales del material: hemos mostrado que se pueden pegar bloques con cinta adhesiva para reforzar la estabilidad de las construcciones, y que se pueden incorporar otros juguetes, como autitos, muñecos, etc.

  • Arma las torres que siempre gusta de armar, y las “decora” con cinta adhesiva.
  • Juega sólo con las cintas adhesivas, las pega en tiritas colgando del borde de la mesa.
  • Se envuelve las manos en cinta adhesiva.
  • Pega bloques en las paredes y juega a lograr dejarlos unidos al plano vertical. “Son balcones”, dice.
  • Une los bloques de a dos y arma “edificios”.
  • (…)

 

 

 

Juego con bloques. Se ha realizado previamente un diseño, dibujando “algo que podría construirse con bloques”.

  • Consulta el dibujo para armar lo mismo.
  • Dibuja sobre el bloque, y es prevenido por mí de no hacerlo, pues no se debe manchar el material.
  • Usa el bloque de regla para seguir dibujando.
  • Arma sobre el dibujo, usando la hoja de “piso”.
  • (…)

 

 

Como puede verse, la técnica analiza efectos de las intervenciones. Lo que se evalúa aquí es en buena medida el efecto observable que tienen los escenarios de aprendizaje que diseñamos. Nos permite comparar las acciones que el grupo realiza, los discursos que produce, los productos que genera, en distintas condiciones de una misma propuesta.

 En el ejemplo anterior pueden verse algunas variantes que los propios niños producen a partir de consignas que fueron pensadas de una manera, y que luego dieron lugar a acciones mucho más diversas de lo previsto. Esta es finalmente la regla: no ha de suceder que los chicos jueguen exactamente a lo que pensamos que iban a jugar. Lo que sí puede suceder es que, a falta de hábitos de observación del juego creamos que eso sí sucede, y nos tranquilice la idea de que hemos “capturado” el juego infantil para usarlo como vehículo de la enseñanza. Esta herramienta puede tal vez servir para constatar una vez más la imposibilidad de esa aspiración.

 Un tema relacionado a este tipo de registro y su surgimiento tiene que ver con la escena habitual en la que el juego de los chicos se sale del escenario “didáctico” previsto: de pronto, pasan de dramatizar el escenario óptimo de la fábrica de pastas que hemos visitado la semana pasada, por ejemplo, y de cuyos objetos característicos se ha visto poblada la sala, a un juego que parece interesarles más y que invade la escena: ¡los Power Rangers!

 ¿Desesperamos? ¿Damos por fracasada la iniciativa de enseñar algo mediante el juego? ¿Buscamos un valor instructivo en los Power Rangers? ¿Decimos algo así como: “chicos, terminen con eso, estamos jugando a la fábrica de pastas”? La propuesta es aquí muy clara en ese sentido: debemos saber mucho acerca de la relación entre escenarios propuestos y juego infantil para poder ofrecer escenarios interesantes y potentes, intervenir en ellos adecuadamente y ofrecer respuestas a los desvíos que siempre, sin excepciones - y por suerte - se van a ofrecer como oportunidades de buscar nuevas formas de aprender.

 4. El registro en video

 La posibilidad de que los niños se vean a sí mismos jugando, además de ofrecer una serie de oportunidades de aprendizaje a nivel de la autoimagen corporal, por ejemplo, permite acceder a algún grado de conciencia acerca de la apariencia de su propia actividad desde un “afuera” que, en niños cuyo pensamiento posee rasgos egocéntricos, es casi siempre un misterio.

 Realizar registros en video en forma cotidiana, entonces, ofrece la posibilidad de sistematizar ciertas prácticas y que ellos mismos puedan reconocer lo que sucede en el grupo. Si se decide registrar, por ejemplo, el breve recorrido que se hace hasta el baño con el grupo después de la merienda, es posible que se hagan presentes allí juegos y bromas habituales, observaciones sobre el espacio, pequeños conflictos recurrentes, en fin: la realidad así guardada en el registro visual del video, accesible para los niños, se vuelve objeto de reflexión.

 5. El invitado

 Uno de los rasgos de la evaluación, en cualquier contexto que ésta se analice, es la ventaja de que tenga al menos en parte un componente externo. Es posible evaluarse a uno mismo, por supuesto, pero no es suficiente. Y en el caso del Nivel Inicial, la figura del “invitado” puede ser útil para cubrir esta demanda de las evaluaciones. El invitado puede ser un docente de otra sala, un familiar de los niños, un colega del docente o un especialista en algún ramo vinculado a los proyectos del grupo.

 En cualquier caso, su presencia ofrece dos tipos de aporte: por una parte, en lo que a su posición de padre, especialista, colega, etc. concierne, es capaz de brindar una opinión autorizada que nos ayude a pensar; por otra parte, sea cual sea su autoridad objetiva en cuanto al contenido, es un “otro”, ofrece una mirada externa y transmite sus impresiones de “otro”.

 De eso se trata también la evaluación: de acceder a una otredad sobre lo nuestro. Por eso el registro, por eso el video, por eso el invitado: de lo que se trata en definitiva es de salir de la mirada única que tenemos sobre nosotros mismos y construir una valoración triangulada, basada en múltiples miradas, sensible a diferentes racionalidades, estéticas y políticas.

 Para finalizar

 La evaluación en el Nivel inicial no está asociada a la acreditación, ni se utiliza en forma de incentivo para los alumnos, ni se expresa en forma cuantitativa como un número o un valor dentro de una escala. Sin embargo, hemos mostrado claramente que en el Nivel Inicial se puede evaluar y de hecho se evalúa. Y que aunque no todos, sí muchos de los problemas que se siguen de las formas tradicionales de evaluación se hacen presentes también en el jardín de infantes.

 En un diálogo con la especialista cordobesa Mayra Bonadero hace algunos años discutíamos en qué medida el referente contra el que se coloca a los alumnos en la evaluación en este nivel es, en gran medida, un cuerpo de leyes más o menos inapelables dictadas por la psicología del desarrollo de los siglos XIX y XX. En otras palabras: el niño hace bien si hace lo que se espera de un niño de su edad (Bonadero, 2004).

 Algunas de las reflexiones que se han volcado en este documento apuntan a revisar el carácter hegemónico de este referente espontáneo y la necesidad de trabajar cada vez más con evaluaciones criteriales y de progreso que tengan en cuenta el aprendizaje contextuado de los alumnos y las prácticas de los educadores.

 Si hay que dejar algo en claro como mensaje contundente, vale centrarse en una definición de lo que la evaluación es en nuestro nivel de enseñanza. Esto es, una práctica que se basa en dos acciones explícitas: la comparación entre ciertas evidencias y un marco de referencia, o bien un análisis comprensivo de la realidad, a partir de esas mismas evidencias. Para ambos casos es necesario un marco de referencia, que puede ser un “referente” que establece previamente los criterios contra los cuales se comparan las evidencias o un marco teórico que sustente el análisis comprensivo.

 Y ante las prácticas de evaluación, además, la realidad muestra colores que estaban ocultos, se abren oportunidades técnicas y creativas para la enseñanza y se recrean oportunidades para repensar los efectos imprevistos de las intervenciones docentes.

  

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* Esta presentación se basa en dos experiencias previas en torno a la evaluación en la educación infantil: a) una incursión en el contexto del Seminario de Evaluación de la Maestría en Educación de la UdeSA a cargo del Dr. Pedro Ravela, donde me centré en las relaciones entre evaluación e investigación (2004) y b) un documento elaborado recientemente por encargo del Ministerio de Educación de la provincia de Córdoba en el contexto de sus avances en un nuevo Diseño Curricular (2009)

 

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